17 Julio 2018
Nadie que no haya vivido en la zona cordillerana puede llegar a imaginarse qué ocurre cada vez que el cielo se oscurece y comienza a desprender pequeños copos de nieve.
Es, en esas circunstancias, cuando se entremezclan muchas sensaciones que circulan en el interior de la gente del lugar como la sangre corre entre sus venas.
De pronto, un silencio casi total y extremo, al punto que sólo se corta cuando un manto blanco acumulado en un árbol ya desprendido de sus hojas, se une a la superficie inmaculada que ya domina todos los rincones.
Son los tiempos de recluirse en el interior de una vivienda o, acaso, de una precaria choza que también sirve para protegerse de un frío que no es tan frío, pero que humedece la ropa que cobija. Y esto duele.
Acaso, en la zona de Barrancas, neuquina pero a un paso de la vecina Mendoza, las nubes que rodearon al volcán Domuyo anticiparon, hace unos días, que algo de esto iba pasar.
O algún canario o un chingolito descendió de las sierras próximas en busca de un alimento extra para su cría.
“Son estas algunas formas de suponer que la tormenta se acerca y la nieve del invierno se habrá de descargar sobre el pueblo”, nos comenta Víctor Bravo.
El primer fenómeno de mayo fue fuerte, pero el de los comienzos de julio lo superó.
Todo quedó teñido de blanco. No sólo los lugares más tradicionales que son las alturas de la precordillera, sino otros más bajos.
No quedó más alternativa que recluirse, dejar pasar las horas y esperar.
“Fue muy intensa esta nevada”, admite Víctor.
Las fotos que registró en su cámara son más que elocuentes.
Apenas una huella en la histórica ruta 40, que une la Argentina de norte a sur por el oeste, dejando paso a los más atrevidos que quieren circular, sin advertir los peligros. De las viviendas sólo se ven los perfiles.
En las calles, la desolación.
“Ésto parece un pueblo fantasma. Como que nadie vive aquí…”, dice Víctor.
“Por ahí, alguien que camina en busca de un almacén para hacerse de comida”, acota.
La mayoría de las personas está adentro y si las mañanas son desérticas, el panorama se multiplica en la tarde.
En lo alto, densos nubarrones que no permiten que el sol intente dar calor.
La pregunta, a la distancia, es cómo esa gente soporta el frío, a lo que nuestro amigo responde que en la localidad posiblemente todos tengan un hogar con fuego en su interior.
Es que las autoridades del lugar ya se han encargado de acopiar en el otoño reciente la suficiente leña que distribuyeron antes de que el invierno invada el almanaque.
La situación se dificulta cuando se abandona el pueblo camino al oeste.
El tránsito se corta, como se cortó hace unos días y resulta muy peligroso intentar un avance.
“Lo peor se dio en la zona de cornisas, por las sorpresivas avalanchas de rocas y barro.
¿Qué hacer, entonces?
Cuenta Víctor que se llega hasta donde se puede. Se deja el vehículo, se toma un caballo y, como en los tiempos pasados, se avanza con lentitud hasta que se encuentre otro vehículo para continuar.
“Nada es sencillo y los riesgos son enormes”, reconoce nuestro amigo que nos ha servido alguna vez de guía para llegar a la laguna “La Fea”, situada junto a las nacientes del río Barrancas.
–¿Y qué hace esa gente, Víctor, cuando queda aislada?
–Pueden estar aislados dos, tres días o una semana. Ocurre que están acostumbrados, pero seguramente ya se han hecho de provisiones.
Nunca falta el ñaco, la harina común para elaborar pan o tortas o el charqui (también llamado charque, en lengua quechua).
“Es una carne que se seca para mantener. Después, se golpea, se sala y se deseca para volver a utilizarla con un poco de aceite o grasa. Al final del proceso parece recién carneada”, comenta.
–¿Y si se produce alguna emergencia por cuestiones de salud?
–No queda otra que trasladar al enfermo. Se arma una camilla sobre dos varas que van desde el lomo de un caballo al de otro y el paciente circula acostado. Por supuesto, bien cubierto contra el frío.
Es gente que está acostumbrada a estos tiempos rigurosos.
Antes de 2010, que fue el momento en que la nieve comenzó a no ser tan abundante, ellos siempre suponían que debían enfrentarse contra inviernos agresivos. Como hicieron sus antepasados y los antepasados de estos.
“No tienen una estación meteorológica ni nada que se parezca, pero de padres a hijos se fueron transmitiendo las tradiciones, que se aprendieron al dedillo”, reconoce Víctor.
Si en Barrancas la nevada castiga, ni imaginar en Los Raris o Cochico, un paraje que está unos 80 kilómetros al oeste, aquí sí al pie de los grandes cerros.
–VÍctor, uno, a la distancia, se pregunta qué pasará con la hacienda, que es el sustento de ellos…
–No la pasa bien. Después de esta gran nevada muchas crías que nacieron cinco o seis meses atrás, han muerto. También desaparecieron vacunos más grandes.
Es que, según comenta, la vaca se queda parada e inevitablemente se congela.
El caballo, dice, sobrevive porque se mueve y los corderos comienzan a dibujar círculos entre ellos y este calor que se genera les evita un trágico final.
No hay dudas de que el clima ha cambiado, según admite Víctor.
Ya no es tan frío como antes.
De todas formas, que haya nevado un par de días seguidos en su pueblo y con intensidad, es un síntoma de que este invierno puede venir más cargado de nieve y permitir ver arroyos y ríos más cargados del agua que necesitan las regiones ribereñas del Colorado que producen más adelante.
Pasado el temporal, se renovará el diálogo con los puesteros, a los que Víctor irá a visitar para llevarle frutas y verduras.
Probablemente los encuentre aún con los pies envueltos en cueros o trapos que no han terminado de secarse.
Quizás, el frío aún les curta un poco más la piel, como lo hace año tras año.
Tal vez estén contando los terneros que no terminaron de crecer y las vacas que no habrán de parir.
No obstante, quizás también piensen en una primavera mejor.
Y comprenderán, una vez más, que, pese a todo, existían sueños que se habían vuelto a esconder bajo de la nieve…
COIRCO